En medio del dolor, Laura aprendió la importancia del perdón. Un día “Laurita” -como le decían de pequeña- le preguntó a su madre quién era esa persona por la que siempre rezaban; entonces la mujer le respondió sin ambages que se trataba del hombre que asesinó a su papá. Esa respuesta marcaría la vida de Laurita para siempre.
Dada la precariedad económica de la familia, la madre de Laura se vio obligada a dejarla en un orfanato bajo el cuidado de su tía, la Sierva de Dios, María de Jesús Upegui, fundadora de la Comunidad de Siervas del Santísimo y de la Caridad. Laura empezó a asistir a una escuela para niñas de clase alta, que abandonaría solo un año después, en buena parte, porque se sentía marginada. Así, se mudaría a la finca de su abuelo para cuidar a una tía enferma. Esta fue una etapa en la que la santa entró en contacto con un conjunto de lecturas espirituales que despertarían en su corazón el deseo de hacerse religiosa carmelita.