El dolor, la desolación, el sufrimiento, la desesperanza y muchos otros sentimientos relacionados con la pérdida de un ser querido son los que llevan a las personas a percibir el misterioso pero ineludible suceso de la muerte como uno de los momentos que más impactan la existencia humana. Es claro que muy pocas personas están preparadas para decirle adiós a quienes nos han acompañado en el recorrido de este camino llamado vida, estoy seguro que los momentos compartidos, lo importante y fuerte de las emociones que se convirtieron en pasiones y nos unen a las personas fallecidas, así como los planes, proyectos y sueños de un futuro sin ausencias, son los que en muchas ocasiones nos incapacitan para lograr entender que ellos ya no están, que partieron para no volver.
A veces pensamos que cuando llegue el momento de despedir a un ser amado tendremos el valor y las fuerzas para continuar adelante, pensamos y siempre repetimos que es el ciclo natural e irreversible de todos los que aún estamos vivos, sin embargo, cuando nos enfrentamos cara a cara con esta realidad descubrimos que la fragilidad que nos hace humanos derrumba nuestros esquemas y debilita todo aquello que considerábamos que nos daría fortaleza. Verlos tomar su último aliento, recibir la noticia de su partida, acompañar a ese ser querido hasta su última morada o simplemente saber que ya no están, son los momentos más dolorosos e inescrutables que nos acompañan durante el proceso al cual llamamos duelo.
Surgen entonces las preguntas de ¿Qué hizo falta por hacer?, ¿Cuántas cosas quedaron pendientes por decir?, ¿Qué se pudo hacer diferente?, ¿Por qué partió si aún no estábamos preparados para decirle adiós?; incrementando sentimientos y culpas que surgen hacia los que nos quedamos, , otras veces hacia Dios, hacia los cuidadores o el cuerpo médico, otras veces hacia el ser querido que falleció, todo ello para buscar una explicación de algo que ya ocurrió y no tiene retroceso. Los primeros días y meses los lloramos, soñamos con su presencia y les pedimos que regresen, recordamos su voz, el vibrato de sus risas, sus facciones y las expresiones corporales que los identificaban, queremos atesorar esos recuerdos que sin darnos cuenta que poco a poco se van disipando y perdiendo en el día a día.
Quienes hemos sufrido la partida de aquellas personas con las que hicimos tantos planes a futuro y compartimos momentos especiales, algunos cotidianos otros esporádicos pero que dejaron huella en nuestra existencia y difícilmente desaparecerán, comprendemos el dolor de la ausencia pues pensábamos que esas personas especiales siempre iban a estar a nuestro lado y el no poder estrechar sus manos ni darles tantos abrazos pendientes, ahogan nuestras voces y tan sólo las lágrimas parecen dar consuelo.
Aceptar el adiós puede tardar meses e incluso para los más sensibles años, sin embargo el dolor va menguando, los objetivos se reconfiguran queriendo aprovechar a los quedan a nuestro lado y aunque los bellos recuerdos siempre nos acompañan, empezamos a vivir de la mejor manera posible para que poco a poco salgamos adelante; la desesperanza que percibíamos en esos instantes de dolor poco a poco se va disipando permitiéndonos descubrir motivos y esperanzas en nosotros mismos y en los que nos brindan su afecto y compañía, incluso con la llegada de nuevas personas a nuestras vida comprendemos el enigmático camino que hay que recorrer. Lentamente nos reconciliamos con el dolor, con lo que creemos que no hicimos y lo más importante reconocemos que el amor de Dios fue el que nos mantuvo en pie durante esos momentos tan desgarradores, con la certeza que el día que nuestro recorrido concluya ellos nos estarán esperando donde quiera que estén para hacer realidad la promesa de la vida eterna.
Se aprende entonces a vivir con el vacío que la muerte nos impuso y poco a poco van regresando las sonrisas, se establecen nuevos vínculos, llegan nuevas ilusiones y el sol de nuestro existir vuelve a resplandecer opacando las nubes del dolor y la amargura. Los que partieron siguen ocupando un lugar especial en nuestra vida, el destinado para las personas que fueron especiales y que siempre vivirán en nuestro recuerdo y que nos alegraron con su presencia por el tiempo que estuvieron a nuestro lado; la bendición de esta nueva realidad es que de ese lugar ya nunca partirán y siempre estarán allí, como el más bonito regalo que Dios nos permitió disfrutar.
PD01. Juan O. Gómez González
Ministerio de Defensa Nacional
Obispado Castrense de Colombia