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Homilia Bodas de Oro

Bogotá D.C., 19 de noviembre de 2016

 

Bendigo al Señor por la amistad y compañía de todos ustedes en este día en que celebro 50 años de mi consagración como sacerdote. La vida del cristiano hay que entenderla desde la fe, la puerta que nos permite entrar al maravilloso mundo de Dios y que hace que nuestra existencia sea participación de sus designios.

Desde la fe sabemos que estamos en los planes de Dios, que somos para Él y que Él tiene desde siempre puesta su mente en cada uno de nosotros. Así lo experimentó el profeta Jeremías: “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía antes de que nacieras, yo te consagré y te designé a ser profetas de las naciones” (Je 1, 4). El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob que los hizo cabezas de un gran pueblo es el mismo que hoy sigue 2 interviniendo en nuestra propia vida que no obedece al destino ciego sino que tiene una voluntad divina que espera la libre colaboración de cada persona.

Con María la elegida, la predilecta, quiero en esta Eucaristía albar al buen Dios que a pesar de mi pequeñez ha obrado cosas maravillosas en mí” (Cfr. Lc 1, 48-49). Una frase me ha impresionado. La escuché no hace mucho tiempo y quiero compartirla con Ustedes: “Si quieres saber cuánto te ama Dios mira a tu pasado”. Los diferentes acontecimientos de nuestra existencia personal, unos importantes y otros que podrían quedarse en el detalle, cuando se miran en conjunto, se convierten en una verdadera historia de hechos que sucedieron pero que mantienen su vigencia como paso amoroso del Buen Dios, siempre pendiente de cada uno de sus hijos. Me pregunto ¿cómo se han ido ordenando las cosas hasta llegar a esta feliz celebración? La respuesta es que Dios ha estado siempre presente, sin que yo me percatara de su cercanía y compañía, porque a Dios le interesa mi vida y la de toda persona.

La vocación sacerdotal era insospechada. No entraba en los planes familiares. Faltaba cursar el bachillerato y luego se pensaría. Sin lugar a dudas Dios siembra donde no esperamos. Sus cálculos son otros. Él siempre está creando y hace surgir lo inesperado. Mi hogar era creyente dentro de lo común. Nada extraordinario en materia religiosa. Eso sí estaba lleno de bendiciones: papá fue persona muy humana y alegre. Respetó inteligentemente mi decisión infantil, sin especial emoción. A la puerta del seminario me cuestionaba después de los pocos días de vacaciones con estas palabras: “¿seguimos o nos devolvemos?”. Mamá, caricia de Dios, siempre cercana, solícita, llena de detalles y energía. Se decidió a conducir automóvil con tal de que su hijo no se quedara sin la visita semanal. Mis hermanos compañeros de infancia y seguridad afectiva durante toda la vida. Recibimos como virtudes familiares la honestidad, la verdad, la responsabilidad y el espíritu de respeto y trabajo. Un día cuando tenía doce años hizo su presencia la muerte de la cual solo había oído en clases de religión. Se velaba el cuerpo de un hermano de la Salle en la sala principal de mi colegio. Me coloqué ante el féretro y con mentalidad de niño me pregunte sobre el destino final. Decidí, que lo mejor era dedicarme a Dios para obtener la salvación eterna. Con los estudios de teología este concepto cambió, pero no la voluntad de servir a los hombres en las cosas que miran a Dios.

Mi formación se desarrolló en el Seminario Arquidiocesano de Bogotá e ingresé así a formar parte del querido presbiterio de la Arquidiócesis. Fui ordenado junto con mis compañeros Pedro Vicente Rueda, Tito Martínez que de Dios goce, Carlos Martínez, Luis López y Ramiro Díaz Granados, en un momento histórico crítico de la Iglesia contemporánea, la aplicación del Concilio Vaticano II. Mis compañeros y yo, guiados por nuestros formadores queríamos acercarnos al mundo para que hombres y mujeres sintieran a Jesús como luz del mundo y se conformara una nueva sociedad. La pobreza espiritual y el abandono en las manos de Dios animaron nuestro ser cristiano. Esa espiritualidad alentaba un ministerio sin pretensiones de carrera eclesiástica y de total disponibilidad en las manos de Dios para ejercer el servicio.

En esta dimensión se explica la elección del lema emblemático de mi episcopado: “Virtus in infirmitate”, “El poder de Dios se muestra perfecto en la debilidad humana” que expresa San Pablo en relación con su apostolado cuando dice: Con mucho gusto, pues, me preciaré de mis debilidades para que me cubra la fuerza de Cristo” (2Co 12,9). La desproporción entre la grandeza de la identidad y de la misión del presbítero y mi limitación personal, desde el principio me hizo experimentar temor. Encontré este sentimiento en el profeta Jeremías y en todos los escogidos de la historia de la salvación: ¿Cómo poder ser fiel, si soy un muchacho? (Cfr. Je 1,6). La respuesta ha sido siempre la misma, ante la impotencia humana Dios dice: “no temas, yo estoy contigo”.

En este sentido he acogido la obediencia que coloca por encima del interés humano, el cumplimiento de la voluntad de Dios quien va trazando un camino misterioso que a la larga supera las expectativas y con el tiempo construye una realidad insospechada. Poco a poco se ha ido despejando el sendero. El llamado fue a ser pastor en medio del pueblo cristiano para cuidar las ovejas y congregar el rebaño. El Seminario nos preparó en ese tiempo para ser párrocos, capaces de realizar la cura de almas. En el campo de la educación me he sentido pastor que guía y hace el camino con sus discípulos. Pienso que todo sacerdote debe ser formador en la fe y acompañante en el proceso de identificación de los laicos en el seguimiento de Jesús, el Maestro por excelencia. Agradezco el ejemplo y formación de mis primeros educadores los Hermanos de la Salle.

El Señor me dio también la oportunidad de colocarme en la realidad humana de la familia. Muchas parejas me abrieron las puertas de sus hogares. Crecimos juntos en un mutuo enriquecimiento y se fortaleció en mí la convicción de la importancia decisiva de la familia para bien del individuo, la sociedad y la comunidad eclesial. La experiencia parroquial en las comunidades que me fueron encomendadas en la Arquidiócesis de Bogotá (Santa Bibiana, La Epifanía y Nuestra Señora del Perpetuo Socorro) me llenó de enorme satisfacción y me dio enseñanzas pastorales de inmenso valor para mi ministerio episcopal, que inicié el 13 de junio de 1986, como Obispo Auxiliar de Bogotá.

En el año 1992 se celebró el V centenario de la evangelización del nuevo continente y el Papa Juan Pablo II convocó a la Iglesia a una nueva evangelización. La dimensión de una Iglesia misionera, más allá de la cristiandad, fue tomada por el Papa como plan de pastoral para el nuevo milenio.

Acogí con entusiasmo la invitación a echar en nombre del Señor las redes para que Cristo fuera conocido, amado e imitado en mi primera diócesis de Pereira que marcó mi corazón como pastor evangelizador. Cuando llegué como obispo de Pereira, a comienzos de 1994 sabía cuál era mi misión: adelantar, a partir de la parroquia un proceso de nueva evangelización con conformación de pequeñas comunidades de crecimiento en la fe y promoción de la caridad.

El cambio de mentalidad no ha sido fácil, así me lo advirtió un laico en República Dominicana cuando después de escuchar mi conferencia me advirtió: “Monseñor Usted no sabe en los problemas en que se está metiendo”. No entendí, pero con los años me he dado cuenta que tenía razón. Con naturalidad y convicción estaba optando por una actitud diferente que crea resistencias y temores pero que lleva a una experiencia alegre de Jesús.

Echar las redes, con la conciencia de pequeñez de Pedro en el momento de la pesca milagrosa, conlleva ir más allá de los sacramentos y del cuidado administrativo, para anunciar a Jesús y hacer de los bautizados y alejados, discípulos y misioneros del maestro y salvador.

Cuando estaba feliz incrementando este nuevo estilo pastoral, fui nombrado de manera inesperada para mí, obispo las Fuerzas Armadas de Colombia. Otra vez el Señor me colocó en un campo desconocido. En mi vida no había tenido trato cercano con soldados y policías. Acogí con temor y en obediencia, este nuevo reto que me comprometía con los hombres y mujeres que enfrentaban la guerra y tenían la riqueza de su valor, sacrifico y generosidad.

Estos últimos quince años han estado llenos del conocimiento y amor a hombres, mujeres y familias que necesitan de Dios y aceptan con sencillez su presencia y orientación. Aquí estoy ante el Señor con mis hermanos obispos, con mis sacerdotes, con mis fieles, con mi familia y con mis amigos que constituyen la riqueza de mi vida. Qué cierto, y así puedo confesarlo, lo que ha prometido Jesús a quienes dejen padre, madre, hermanos, esposa e hijos por El. Dios nunca se deja ganar en generosidad. Todos ustedes a quienes tanto debo por su amistad en Cristo Jesús son el mejor regalo que el Señor me ha dado. Gracias por su corazón amable, por haberse preocupado por la salud de mi alma y de mi cuerpo.

Gracias a mi querida familia que me ha acogido como su hermano y pastor. Gracias por los sacerdotes que han colaborado conmigo. Gracias por los laicos cristianos maduros que me han permitido caminar con ellos en el seguimiento de Cristo. Gracias a mis formadores que gozan ya de Dios y a mi directores espirituales en especial al Padre Rodolfo de Roux, S.J., guía y amigo durante los últimos 20 años. Cuando entré al Seminario le dije a María que ella iba a ser la reina y madre de mi vocación. Siempre he sentido su apoyo y protección.

Una señora con extrañeza preguntaba a un joven sacerdote: ¿“Y ustedes gastan tantos años de estudio para aprender a decir misa? Si bien es cierto que no hay mayor problema en decir una misa, toda la vida del sacerdote gira alrededor de la Eucaristía, centro de la vida cristiana. Celebrar la eucaristía y los sacramentos, hablar en nombre del Señor y proclamar su palabra, es el gran privilegio y la gran responsabilidad del sacerdote. Siempre los hombres y mujeres necesitan de Dios y hacerlo presente y cercano a ellos es nuestra misión hasta el final de nuestra existencia.

Este a grandes rasgos es el parte de mi vida. El Señor en mi pequeñez y en mi condición de pecador ha actuado y deseo que todo haya sido para su gloria y bien de mis hermanos. Ahora renuevo mi entrega. Me pongo en sus manos con infinita confianza porque sé que Él es mi Padre. “El Señor es mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano” (salmo 16, 5)”

Amén.

+ FABIO SUESCÚN MUTIS

Obispo Castrense de Colombia

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